
Hay amigos que desaparecen para siempre y otros
que vuelven, inesperadamente. Al hombre santo sioux Alce Negro (1863-1950),
primo segundo de Caballo Loco y que estuvo en fregados como Little Bighorn y
Wounded Knee (y luego en el show de Búfalo Bill), le conocí cuando estudiaba
primero de Ciencias de la Información –yo: en las praderas no se cursaban
estudios superiores reglados-. Lo hice a través de uno de esos libros
inolvidables (como Enterrad mi corazón en Wounded Knee, La pipa
sagrada y la novela Hanta-Yo) que en los setentas cambiaron
definitivamente nuestra mirada sobre los mal llamados indios y pieles rojas,
los nativos norteamericanos, que pasaron de ser los malos del Fuerte
Comansi a una gente fascinante, aunque no dejaran de arrancarte la cabellera si
se terciaba. Los últimos sioux, publicado por Noguer en 1974 en su
colección Testimonio vivo, eran las memorias de ese respetadísimo miembro de
los oglala, una de las siete sub tribus de los lakota, que prefieren este
nombre que el de sioux, lo cual se entiende pues “sioux” era el término
despreciativo que usaban con ellos los ojibwa o chippewa y significa
“serpientes”.
El apasionante relato de la vida de Alce Negro,
incluidos cantos y con la intervención, para contextualizar algunos episodios,
de otros veteranos de las guerras indias como Trueno de Fuego y el notable Oso
Erecto (referido a su posición: la traducción literal de los nombres nativos da
lugar a confusiones semánticas), lo recogió esforzadamente, pues los oglala son
de conversación lenta y con rodeos, John G. Neihardt (1881-1973), un apasionado
de las culturas indígenas y etnógrafo amateur que vivió él mismo en las
praderas.
Neihardt, que fue el primer poeta laureado de
Nebraska, tenía un ramalazo místico y se hizo luego llamar Arco Iris Llameante
(por una visión de su entrevistado), se fue a ver a Alce Negro en 1930 a la
reserva de Pine Ridge y consiguió intimar con él, que estaba ya muy mayor y
casi ciego, al interesarse por la sabiduría espiritual que atesoraba. Publicó
el resultado de las conversaciones, realizadas mediante el intérprete Halcón
Volador, en 1932 como Black Elk speaks, Alce Negro habla, que es el
título original que ahora recupera en una cuidadísima edición Capitán Swing con
nueva traducción (Héctor Arnau), bastante material añadido en forma de
prefacios y distintos apéndices, multitud de notas (revólver en lakota es
mazawakha, “hierro sagrado”), así como numeroso material gráfico, incluidas
fotos poco conocidas . A destacar una en la que se ve al propio Neihardt, con
un aire a lo Gustav Mahler, junto a Alce Negro, con lo cual ya le podemos poner
cara al biógrafo.El propio Alce Negro aparece ahora en la portada en full
regalia, con taparrabos y plumas.
Las memorias de Alce Negro, muy sustanciosas,
arrancan con sus recuerdos de niñez y acaban poco después de la masacre de
Wounded Knee cuando la lucha contra los blancos, tras aquel desastre, se revela
ya imposible y absurda. “Algo más pereció en el barro ensangrentado y quedó
enterrado durante la ventisca”, dice el viejo oglala de la matanza, en la que
cayeron el jefe Pie Grande y buena parte de su banda de minneconjous, incluidos
muchos ancianos, mujeres y niños. ”Allí murió el sueño de un pueblo. Era un
sueño bello (...) Ya no hay centro alguno y el árbol sagrado ha muerto”.
Buena parte del libro está consagrado –esa es la
palabra- a las revelaciones espirituales de Alce Negro, sus espectaculares visiones
y su íntimo conocimiento de Wakan Tanka, el Gran Misterio. Pero también explica
las costumbres de los lakota y sigue pormenorizadamente la historia del pueblo
y de sus enfrentamientos con otras tribus y con los blancos. Es sensacional el
retrato de primera mano que se ofrece de Caballo Loco, un guerrero único,
pequeño, esbelto y ascético, que, cuenta Alce Negro, parecía flotar entre el
mundo real y el de sus propios sueños y al cuál le duraban poco los corceles,
pues se derrumbaban bajo el peso del poder de su magia.
Un capítulo está dedicado a la muerte de Pahuska,
Pelo Largo, Custer, y la batalla del río Hierba Grasa ( Little Bighorn).
Alce Negro era jovencito, 14 años, pero remató a un soldado de un disparo de su
seis tiros entre los ojos después de sufrir (y no digamos el soldado) para
arrancarle la cabellera, pues “llevaba el pelo corto” y “el cuchillo no estaba
afilado”. Eran tiempos duros. A otro soldado, moribundo, lo despachó de un
flechazo en la frente. El entusiasmo por la victoria no le impidió reconocer
que el campo de batalla “no olía más que a sangre, y sentí náuseas”. La muerte
luego a traición de Caballo Loco y su entierro, a cargo de sus padres, en
paraje desconocido, la huida a Canadá con la banda de Toro Sentado, y la
conversión del joven en un respetado hombre sabio y sanador, son otros
episodios del libro.
A los 23 años, Alce Negro, que quería ver mundo y
observar cómo vivían los blancos, se enroló en la troupe de Búfalo Bill y viajó
a Nueva York y Londres, donde conoció a la Reina Victoria. Tras una larga gira
regresó a casa y se involucró en el movimiento místico de Wovoka, el religioso
paiute que creó la milenarista Danza de los Espíritus y sus inútiles (contra
las balas) camisas mágicas. Luego nuestro hombre fue él mismo decisivo en la
recuperación de las tradiciones de su pueblo y de la Danza del Sol, con cierto
sentido práctico que no excluía a los turistas. Murió en 1950 en un mundo
radicalmente distinto de aquel en el que había nacido. Pero ahora vuelve a
hablar, y es emocionante y hermoso volver a escucharlo. ¡Hetchetu aloh!,
que así sea.
Jacinto Antón