Wounded Knee. 125 aniversario
Una
unidad heroica cuyos soldados no titubeaban cuando se les ordenaba
lanzarse a la carga contra un grupo innumerable de indios. Gracias a los
largometrajes de Hollywood, así es como vemos en la actualidad al
popular Séptimo de Caballería. Un regimiento norteamericano que fue creado a mediados del siglo XIX para –en plena expansión hacia el Oeste de los Estados Unidos a costa de la tierra de los nativos- defender las fronteras entre los estados de los «blancos» y los de los «pieles rojas».
Sin embargo, y a pesar de que la pequeña pantalla nos ha transmitido
que esta unidad era un ejemplo del respeto hacia los indígenas, la
realidad era bien distinta. Y es que, sus soldados cometieron todo tipo
de excesos contra este pueblo. El 29 de diciembre de 1890 se sucedió, precisamente, uno de los más famosos cuando un destacamento de estos jinetes asesinó a sangre fría a casi 300 siouxs -la mayoría mujeres y niños desarmados- cerca del arroyo de Wounded Knee, en Dakota del Sur. El acto suscitó tal vergüenza que fue «vendido» por el gobierno como una batalla decisiva para detener una presunta revolución.
La
explicación de cómo se sucedió esta triste masacre, así como las causas
que la provocaron, es uno de los múltiples temas que se pueden leer en «Pieles Rojas. Encuentros con el hombre blanco» (Edaf, 2015), el último trabajo de Victoria Oliver
-Doctora en Geografía por la Universidad Complutense-. El libro es, en
esencia, un estudio pormenorizado de los encuentros que las más de 200
tribus americanas tuvieron con el hombre blanco desde que Colón pisó
el Nuevo Mundo en 1492. «En EE.UU. hay miles de libros sobre tribus
americanas, pero en España casi nada. Mi obra habla del encuentro de los
exploradores con los “pieles rojas”. Es un libro de historia que
muestra como los exploradores y los pioneros iban descubriendo las
tribus. Cada capítulo se corresponde con una región de América y
explica, por orden cronológico, los momentos en que los conquistadores
se toparon con los lugareños», determina la autora en declaraciones a
ABC.
A pesar de que el cine nos ha vendido que la conquista del «Far West»
se realizó hace siglos y siglos, la realidad es que comenzó a
materializarse hace apenas 200 años. Sus orígenes se remontan a la
época en la que Napoleón Bonaparte fue desterrado a la isla de Elba tras ser vencido en Waterloo.
Aquellos días de 1815, décadas después de que los primitivos Estados
Unidos se independizasen de Inglaterra a base de fusil y cañón, fueron
en los que el país comenzó a expandirse por el norte de América a costa,
en primer lugar, de España (a la que se le compró Florida en 1819).
Posteriormente, allá por los años 30, el presidente Andrew Jackson
puso sus ojos en las tierras del oeste de Norteamérica, unas extensas
llanuras que podían ser cultivadas y aprovechadas por los nuevos colonos
que llegaban desde Europa ansiosos de asentarse en el Nuevo Mundo.
Lo cierto es que el presidente sabía lo que se hacía, pues aquel territorio prometía dinero fácil. «Las tierras despertaban la admiración, envidia y codicia de
los anglosajones, ya que no solamente eran extensas, sino fértiles y
ricas tanto para el cultivo como para la ganadería. […] Para muchos
estadounidenses el territorio se encontraba desaprovechado y era
improductivo, por lo cual era necesario que el pueblo norteamericano se
expandiera e hiciera un efectivo uso de esas tierras. El derecho natural blanco al uso de esa tierra estaba muy arraigado», explica la historiadora María del Rosario Rodríguez Díaz en su obra «A. Jackson. La conquista del Oeste y la regeneración india».
Todo aquel frenesí colonizador se terminó acrecentando todavía más en
los años posteriores cuando se corrió la voz de que, en algunas regiones
indígenas, se había encontrado oro y todo tipo de minerales. El hecho
movilizó a miles de «hombres blancos».
Con todo –y para desgracia de los norteamericanos- el Oeste era habitado por sus originales pobladores: los indios.
Un pueblo formado por decenas y decenas de tribus a las que no les hizo
demasiada gracia compartir sus tierras con los nuevos pobladores. «Los
indios de las grandes llanuras y de las montañas rocosas ofrecían un
obstáculo formidable contra el establecimiento de los blancos. Los más
fuertes y guerreros de las tribus eran: los sioux,
los pies negros, los crow, los cheyenne y los arapahoe en el norte; los
comanches, los kiowa, los ute y los cheyenne, los apaches y los
arapahoe del sur. Eran jinetes veloces, admirablemente armados y que
vivían de los millones de búfalos que vagaban en libertad», explica Jaime Márquez Morant –Graduado en Historia por la Universidad de Málaga- en su investigación «Historia de los Estados Unidos de América en el SXIX».
Una deportación masiva
Pero
los norteamericanos ya habían decidido que, tarde o temprano, aquellas
vastas llanuras serían suyas. Así pues, y tras la llegada de Jackson a
la poltrona, comenzó la expansión (primero sutil y luego masiva) de los
colonos americanos hacia el Oeste del país. En los años siguientes, por
lo tanto, ambas culturas tuvieron que convivir juntas. La relación, como
cabía esperar, no terminó siendo agradable. Así lo demuestra el que el
presidente estableciera en el Congreso que los nativos –a los que
consideraba bárbaros y salvajes- se encontraban por debajo de los blancos a nivel social y legal (aunque por encima de los negros).
Entendiendo que no se merecían las tierras que el destino les había
regalado, comenzó una campaña para expulsarles hacia regiones ubicadas
todavía más al Oeste. «En 1830 se promulgó la “Removal Bill”, la ley de Remoción de Indios, por medio de la cual se disponía su traslado a reservas asignadas, donde podrían vivir y desarrollarse de acuerdo a sus costumbres», añade la experta en su obra.
Según
explicó el presidente, aquello se hacía para favorecer que la cultura
india no se perdiera y pudiera practicarse en regiones acotadas. Estas,
por descontado, solían ser menos fértiles y ricas en minerales que las
que ya poseían. Sin embargo, la realidad era bien diferente, pues lo que
se pretendía era legalizar la expulsión de los nativos de sus tierras y
que, a través de las mismas, pudieran cruzar miles de colonos. Por otro
lado, y además de las deportaciones, el Gobierno también recurrió a los tratados legales para
obtener las tierras en las que creía que había oro o cuya importancia
era determinante para establecer una ruta mercantil. Y, si esto no
funcionaba, entonces se expropiaba por la fuerza. Todo
valía para arrebatar las tierras a sus legítimos propietarios. «Si no
funcionaban la presión y el soborno, entonces se dividía el territorio
indio en asignaciones privadas individuales. Se comprendía bien que con
ellas se les restaría fuerza a las organizaciones indias y los terrenos
pronto pasarían a manos de los anglosajones», explica Rodríguez.
Cuando
todo aquello fallaba, comenzaba la expulsión mediante los fusiles o las
amenazas, algo a lo que muchas tribus indígenas terminaron por
responder con las armas. A partir de entonces, muchos grupos de nativos
se dedicaron a acabar con la vida de todo hombre, mujer o niño
anglosajón que pisaba sus tierras. Y todo ello, de una forma cruel.
«Solían escalpar (quitar la cabellera) a los muertos y,
además, eran famosos por matar lentamente a sus enemigos», determina
Oliver. Para cuando llegó 1835, aquella barbarie ya había hecho mella en
el Este de los Estados Unidos. Así lo demostró el mensaje que envió ese
mismo año Jackson a sus conciudadanos: «Todos los anteriores
experimentos para mejorar las condiciones de los indios han fallado.
Ahora parece confirmarse el hecho de que no pueden vivir en contacto con una comunidad civilizada y próspera. Épocas de infructuosos esfuerzos nos han llevado al convencimiento de este principio para la intercomunicación con ellos».
El odio a los indios se generaliza
Con
el paso de los años el Oeste no fue el único territorio que contribuyó
al ensanchamiento de Norteamérica. Un claro ejemplo fue la unión en 1845
de Texas (independiente de los Estados Unidos desde 1838) y, posteriormente, la anexión de varias regiones de México. Dos décadas después, entre 1861 y 1865, este expansionismo se vio frenado por la llegada de la Guerra Civil entre
los estados del Norte y los del Sur. Sin embargo, tras la finalización
de esta contienda, las ansias de conquista volvieron de una forma
renovada. Y es que, tras lograr la adhesión de algunos territorios de la
costa oeste del país como Oregón, el gobierno se
percató de que la región india se interponía en la comunicación de los
dos extremos del país. Norteamérica, por tanto, se dispuso a conquistar
aquella zona nativa -ubicada en el centro del continente- y encerrar en reservas a todos los nativos que aún se hallasen en libertad.
Este deseo de conquista se vio favorecido por la aparición de oro en
las montañas de Dakota, territorio que había sido cedido, en principio,
a la tribu sioux por ser sagrado para sus miembros. Cuando el vil metal
está de por medio, no hay trato que valga, que debieron pensar los
miembros del gobierno norteamericano. Por su parte, y hasta el penacho
de plumas de verse asediados una y otra vez por el «hombre blanco»,
algunos nativos se armaron creando grupos de resistencia. El más famoso
de ellos fue el que estuvo al mando de Caballo Loco,
un líder cuyo valor era reconocido por todos sus iguales. «Hasta el año
1861, los indios habían sido relativamente pacíficos, pero es en ese
año cuando vieron sus territorios de caza invadidos por frenéticos y crueles mineros
que llegaban en millares. A esto debemos añadir la llegada de
colonizadores blancos y el trato poco satisfactorio que les daba el
gobierno», completa el historiador en su dossier.
Una vez más la violencia se generalizó. Los indios se armaron y, a base de arco, flecha y tomahawk, se dispusieron a rechazar al enemigo. Sin embargo, en este caso Estados Unidos reaccionó creando unidades como el Séptimo Regimiento de Caballería.
Alumbrado en 1868, a este grupo de militares se le asignó el objetivo
de proteger a los anglosajones en la frontera entre Estados Unidos y las
regiones nativas. Un fin heroico que, para desgracia del gobierno
americano, se vio manchado por los múltiples actos desalmados que
cometieron sus componentes contra la población indígena. Todos ellos,
por cierto, ordenados por su líder, George Armstrong Custer
(un inepto militar que, además de sádico, se graduó el último de su
promoción en la academia de West Point). Este oficial se hizo
rápidamente famoso por sus ataques al amanecer en contra de poblados de
indígenas y por no dejar que ninguno de sus enemigos (ancianos, mujeres y
niños en muchos casos) escapase con vida. Un mal menor, que pensaban
sus superiores, si con ello tenían garantizado expulsar a sus enemigos
de allí y deportarles a las reservas.
En
1876 este abyecto militar se encontró con la horma de su zapato cuando,
mientras asaltaba lo que -según creía- era una pequeña aldea india,
tanto él como sus hombres perecieron ante un innumerable ejército
enemigo. Aquella masacre (conocida como la de Little Bighorn
por el lugar en el que se celebró) hirió profundamente el orgullo de
los estadounidenses y provocó que aumentase todavía más el odio contra
los ya vilipendiados indios. «Después del desastre de Little Bighorn y
de la derrota del general Custer, los Estados Unidos quedaron traumatizados.
El ejército, como respuesta, empezó a acosar a las tribus indias con
tal contundencia que, al año siguiente, la mayoría acabaron en reservas.
En ellas, los nativos vivían en condiciones miserables por lo que,
siempre que podían, se escapaban para hacer la guerra contra los blancos
por su cuenta», explica, en declaraciones a ABC Oliver.La «Danza de los espíritus»
A pesar de la victoria de Little Bighorn, la presión militar del ejército de los Estados Unidos acabó diezmando a la tribu de Caballo Loco. Este, sin otro remedio, tuvo que rendirse en 1877 y, por primera vez en toda su vida, aceptar un pacto con el «hombre blanco» según el cuál sería recluido en una reserva. Con todo, los americanos tenían otros planes para supersona. «Sospechaban de él y, a pesar de que estaba confinado y no tenía capacidad de actuación, decidieron eliminarlo. Para ello, le convocaron a una reunión en Fort Robinson (en Nebraska) con la intención de asesinarle. Él se presentó, en principio, sin recelo, pero pronto descubrió que le habían preparado una encerrona. Entonces se rebeló contra sus captores mientras le sujetaban y gritó “Otra trampa de los blancos, dejadme morir luchando”. Al final, un soldado le clavó su bayoneta por la espalda. Murió esa misma noche», añade la historiadora española a este periódico.En palabras de Oliver, los siouxs se entristecieron tanto por la muerte de su líder que adoptaron una nueva religión conocida como la «Danza de los Espíritus». Predicada por un chamán de Nevada llamado Wowoka, esta creencia se basaba en realizar un baile milenario que, según decían los brujos, podía hacer volver a los muertos del otro mundo. «Wowoca llegó a vivir desde pequeño en una granja con una familia cristiana y blanca. Después, y sin saber por qué, regresó con su tribu en la reserva del Valle Mason (también en Nevada). A los 30 años tuvo una enfermedad que le provocó severas alucinaciones el día de año nuevo. Durante aquella enfermedad, Wowoca dijo que Dios había hablado directamente con él para decirle que los indios estaban destinados a dominar la Tierra y que los búfalos regresarían a las campiñas. Sin embargo, para ello todos los nativos debían bailar una danza solemne. Según Wowoca, tras el baile los espíritus de sus antepasados entrarían en sus cuerpos y les harían inmortales a las balas», destaca la experta.
Los sioux (la mayoría ubicados en la reserva de Standing Rock –Dakota del Sur-) fueron añadiendo a esta religión un toque más bélico con el paso de los años. Uno de los más drásticos fue el instaurado en los años 80, pues por entonces esta tribu afirmaba que los bailarines tenían que comprometerse a asesinar a los blancos para que los antepasados entraran en sus cuerpos. Con todo, esta variación no fue la más sanguinaria. «En aquella reserva había también un jefe llamado Alce Moteado que le añadió otras particularidades a la danza. Una de ellas era que las viudas debían morir bailando para que los espíritus de sus maridos volvieran a la vida y luchasen por su pueblo», determina Oliver. Todas estas creencias no tardaron en llegar a los oídos del Ejército de los Estados Unidos, que decidió hacer válida aquella frase tan repetida por entonces de «el único indio bueno es el indio muerto» atrapando al líder de la reserva para dar ejemplo. Este no era otro que Toro Sentado, famoso por su arrojo y por ser uno de los compañeros de Caballo Loco.
El 15 de diciembre de 1890, el ejército se dispuso a arrestar a Caballo Loco dentro de la reserva para, posteriormente, interrogarle en dependencias militares. «Esta misión corrió a cargo de una policía india nativa seleccionada de entre gente muy leal al gobierno. Los encargados fueron 43 agentes indios que, seguidos a cierta distancia de un destacamento de soldados, llegaron a la choza de Toro Sentado y le pidieron que se entregase», destaca Oliver. Sabedor de que poco podía hacer ante los agentes, el líder (de unos 60 años y con pocas ganas de iniciar una revuelta) se entregó. Sin embargo, cuando el destacamento salió de la cabaña del nativo, se dio de bruces con una turba formada por siouxs dispuestos a enfrentarse con ellos para evitar la marcha de su jefe. «Cuando Atrapa al Oso, uno de los indios alborotados, hirió a un policía, un agente disparó a Toro Sentado en la cabeza. Entonces se inició un combate que se cobró la vida de ocho indios y otros tantos militares», destaca la experta.
La huida de Alce Moteado
Cuando las barbas de tu vecino veas cortar… Todos conocemos el dicho. Y es seguro que el jefe Alce Moteado (apodado Bigfoot o Pie Grande) también pues –a la vista de que el gran guerrero Toro Sentado había fallecido de aquella cruel forma- decidió reunir a sus seguidores y poner sus pies descalzos en polvorosa el 15 de diciembre de 1890. Su objetivo, así como el de los aproximadamente 400 nativos que partieron con él (la gran mayoría mujeres y niños pequeños), era llegar hasta la reserva de Pine Ridge para ponerse bajo la protección de Nube Roja. Este era otro de los grandes guerreros indios que, entre 1866 y 1868, había presentado batalla (y vencido en varias ocasiones, todo sea dicho) al ejército de los Estados Unidos en Wyoming y Montana. Pero esta era una huida que el Séptimo de Caballería no estaba dispuesto a tolerar. Así pues, horas después de conocer la noticia una unidad de este regimiento partió para interceptarlos.«Tras tres días de marcha [el 28 de diciembre] los soldados encontraron a esa partida de indios», explica el historiador y periodista Jesús Hernández en su obra «Las 50 masacres de la historia». Los perseguidores no eran más que un destacamento de jinetes dirigido por el Mayor Whitside, pero con eso bastó para asustar a los indefensos nativos y obligarles a ser escoltados hacia una posición ubicada cerca del río Wounded Knee. Una vez en la zona se les ordenó que acampasen y que preparasen sus armas, pues deberían entregarlas al día siguiente. Tras ello, y según les dijeron, serían llevados hasta un tren que los deportaría a Oklahoma, en Nebraska. «Esa misma noche llegó el coronel James Forsyth con el resto del Séptimo de Caballería e instaló cuatro cañones ametralladores en las cercanías», explica Oliver. El 29 de diciembre de 1890, en una mañana fría repleta de nieve, los soldados se dispusieron a desarmar a los nativos. Una turba que, aunque podía parecer peligrosa, apenas contaba con hombres armados.
Una cruel masacre
Con los esperados refuerzos cubriéndoles las espaldas (así como las cuatro ametralladoras pesadas) el Séptimo Regimiento de Caballería entró el 29 de diciembre en
el campamento temporal que los indios habían levantado en Wounded Knee.
Tras los pertinentes saludos (más ceremoniales que por respeto) los
soldados solicitaron a los nativos que entregasen cualquier arma que
tuvieran en su poder. Los tensos indígenas accedieron... ofreciendo a
aquellos «hombres blancos» apenas 38 fusiles. Un número
irrisorio para defender una muchedumbre como la que allí se reunía. El
truco no surtió efecto. Al instante, los militares se adentraron en lo
más profundo del recinto y, espadas y pistolas en ristre, se dispusieron
a buscar entre las pertenencias de aquellas personas cualquier
utensilio que pudiese ser usado en su contra. Sus sospechas se
materializaron enseguida al descubrir todo tipo de hachas, escopetas y filos entre sus aperos y dentro de sus cabañas. La situación se ponía peliaguda por momentos.
Fue
en ese instante de tensión cuando saltó finalmente la chispa que detonó
el barril de pólvora (esto es, la paciencia de los militares). «Se
cuenta que, durante el registro, un indio sordo llamado Coyote Negro
comenzó a forcejear con un militar para que no le quitase su rifle
debido a que era una auténtica reliquia de familia. En ese forcejeo, al
parecer, el rifle se disparó», explica Oliver. Como era de esperar, el
tiro acabó con la paciencia de los soldados, que se pusieron en guardia,
desenfundaron e iniciaron un tiroteo en el que las ametralladoras del
Séptimo de Caballería dieron buena cuenta de una gran cantidad de mujeres, niños de todas las edades (incluso recién nacidos) y, en último término, hombres.
Por su parte, algunos nativos devolvieron las balas, aunque en una
cantidad irrisoria. No hubo tregua ni se atisbó bondad. La caballería
modélica de Norteamérica no se apiadó de los indefensos presentes.
Cuando cesó el fuego y se disipó el humo de los disparos la situación era dantesca. Así la describió posteriormente el jefe Caballo Americano: «Había una mujer con un bebé en sus brazos que fue asesinado. Una madre fue derribada con su bebé; el niño sin saber que su madre estaba muerta trataba de llamarla. Las mujeres que huían con sus bebés murieron juntas.
Dispararon a través de la mayoría de ellas. Posteriormente los soldados
gritaron que todos los que no estuvieran muertos se presentasen ante
ellos y que estarían a salvo. Muchos niños pequeños salieron de sus
lugares de refugio y, tan pronto como llegaron hasta los soldados, fueron masacrados allí mismo».
El jefe Pie Grande tampoco salvó la vida. Fue asesinado en su tienda
mientras se recuperaba de un pulmonía que le había postrado durante todo
el viaje.
Aunque las cifras varían, Oliver es partidaria de que aquella jornada fallecieron 90 indios, así como 200 mujeres y niños. 51 quedaron, a su vez, gravemente heridos. En cuanto a los soldados, dejaron este mundo 25 y 39 fueron heridos.
La mayoría, curiosamente, por el fuego de sus propios camaradas desde
retaguardia. La situación se agravó con la llegada de la noche. «Aquella
noche, una tormenta de nieve cubrió la pradera y muchos de los indios
heridos que todavía yacían en el suelo murieron en la oscuridad a
consecuencia del frío», explica, en este caso, Hernández. El Séptimo de
Caballería, por su parte, custodió a todos los supervivientes que
pudiesen andar hasta Pine Ridge, a donde llegaron horas después con 4 hombres y 47 mujeresy niños.
Todos ellos, dañados de una forma u otra. Según se cuenta, cuando los
nativos fueron atendidos en la iglesia, pudieron leer un irónico letrero
con la siguiente leyenda: «Paz en la Tierra a los hombres de buena
voluntad».
En
los días posteriores, después de que un temporal atacase la zona, la
prensa logró acceder a Wounded Knee y ver con sus propios ojos cientos
de cadáveres todavía sin enterrar. Y es que, aunque el Séptimo de
Caballería había intentado ocultar las pruebas de lo
sucedido, sus unidades de «limpieza» todavía no habían podido acceder a
la región. No se pudo hacer nada para evitar que se fotografiasen los
cuerpos congelados por el frío invernal. Sin saber como actuar, el Ministerio de la Guerra norteamericano
decidió afirmar que el ejército se había limitado a responder con las
armas a un levantamiento militar sioux. «Aunque en principio se acusó a
James Forsyth de actuar con “ciega estupidez y conducta criminal”
y se le destituyó, finalmente el Gobierno presentó la matanza como un
levantamiento y una batalla épica. No solo eso, sino que se le concedió
la medalla de honor a los soldados que más indios mataron aquel día»,
añade la experta en declaraciones a ABC.
Cuatro preguntas a Victoria Oliver
1-¿Se sabe cómo reaccionó el Séptimo de Caballería cuando se supo la noticia de la masacre?
Se
mostraron orgullosos de haber vengado a sus compañeros muertos en
Little Bighorn. El problema es que se generó una gran controversia
porque era difícil hacer creer a la opinión pública que aquello había
sido una batalla. Pero se logró parcialmente.
2-¿Hasta que punto fue grave el maltrato de los nativos por parte del ejército americano?
En
el Siglo XIX la represión que hizo el ejército norteamericano de los
indios fue terrible. Hay que tener en cuenta que en 1890 estamos
hablando de un ejército moderno y democrático, pero antes, cuando no lo
era, fue todavía peor. Los indios habían sido tan crueles que el
ejército sentía un gran odio hacia ellos. Era relativamente normal. Al
haber tanto odio, todo se justificó. Se llegó a decir que el único indio
bueno era el indio muerto. Y estas frases eran aplaudidas.
3-¿Existen muchas investigaciones sobre las tribus indias en España?
En
EE.UU. hay miles de obras sobre tribus americanas, pero en España casi
nada. Mi obra habla del encuentro de los exploradores con los pieles
rojas y sus diferentes tribus. Los que lean el libro van a encontrar una
investigación seria. Lo he escrito igual que si hubiera escrito sobre
los griegos, los egipcios o los íberos. Al decir pieles rojas se piensa
en literatura, pero lo he hecho con total seriedad y mediante fuentes
inglesas de la época (para los territorios de Virginia y Massachusetts),
españolas (cuyos cronistas estuvieron en el sur de Estados Unidos) y
franceses.
4-¿Quién “sale ganando” en su libro, los nativos o los colonos?
He intentado ser absolutamente objetiva en mi libro. He hablado bien y mal de los europeos y de los indios.
Manuel P. Villatoro
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