“El camino más largo es el camino más corto” Daidoji Yuzan
Hace ya cierto tiempo, cuando tuve el placer de ver por primera vez el clásico Los siete samuráis de Akira Kurosawa,
hubo una escena que me dejó especialmente pensativo, qué coño, fue toda
una revelación. Tras la discusión entre los campesinos sobre qué hacer
ante la amenaza de los bandidos, acuden al anciano de la aldea en busca
de consejo y este les dice que deben contratar samuráis para defenderse.
Entonces, un campesino advierte con temor: “nuestras muchachas se
vuelven locas por los samuráis…”. Y efectivamente más adelante vemos
cómo su hija acaba dejando que le mancillen la honra repetidas veces. La
conclusión apareció entonces deslumbrante ante mis ojos: si adoptaba
las maneras de un samurái conseguiría seducir a alguna incauta. Dado que
en Bilbao no había ningún otro, el éxito sería aún mayor.
Solo me faltaba conocer sus costumbres, sus valores y sus hazañas. Así que me enfrasqué en la lectura de grandes maestros como Daidoji Yuzan, Inazo Nitobe, Musashi Mjiyamoto o Hakuin Ekaku
entre otros, aun a riesgo que del poco dormir y mucho leer se me secase
el celebro¹ de manera que viniera a perder el juicio. Lo que sigue a
continuación es lo que saqué en claro.
Los
samuráis fueron una casta de guerreros profesionales al servicio de un
señor feudal, de hecho esa palabra significaba originalmente
“asistente” —aunque algunos no tenían amo y eran conocidos como ronin—
que perduró generación tras generación desde aproximadamente el siglo
VIII hasta el XIX. El código de conducta por el que se guiaban se
llamaba bushido (bu-shi-do: guerrero-caballero-camino) y tenía
elementos de confucianismo, budismo y sintoismo. Como eran guerreros que
tenían que cultivar tanto el cuerpo como la mente, a menudo además de
ir por ahí cortando cabezas escribían poemas breves (haikus) o
tratados más extensos: sobre estrategia militar, buen gobierno o en
general el sentido de la vida y los deberes éticos que un samurái debía
tener. El bushido no era por tanto un libro canónico o una
tabla de mandamientos, sino un disperso conjunto de recomendaciones que
los propios samuráis iban elaborando y transmitiendo con el paso de los
siglos.
Sus antecedentes los
encontramos en los monjes Shaolin de China, quienes aprendieron de un
maestro budista procedente de la India, Bodhidharma,
quien les enseñó meditación y gimnasia con tal acierto que, dice Nitobe,
“los monjes que practicaron estos ejercicios se hicieron fuertes y
lograron una gran capacidad de concentración y así pudieron aguantar sin
dormirse durante las charlas de Bodhidharma sobre budismo”. Lo cual
sugiere que como orador no debía ser demasiado divertido.
Posteriormente, esas enseñanzas fueron adaptadas y ampliadas dando el
salto a Japón, cuyas interminables guerras feudales serían el caldo de
cultivo del samurái.
Autoretrato de Hakuin Ekaku
Autoretrato de Hakuin Ekaku
Uno de ellos fue Hakuin Ekaku
(1686-1769), heredero de un linaje de guerreros que se convirtió desde
muy joven en un monje zen para poder dedicarse a desentrañar koans. Los koans
son paradojas irracionales en las que pensar durante largo tiempo ya
que encierran el dilema de la vida. Hay cientos de ellos, como por
ejemplo “imaginar el palmoteo de una mano”, “¿Quién lleva su propio
cadáver?” o “sentir anhelo por la madre antes de ser uno concebido”.
Pues bien, tan intensamente se dedicó a estas cavilaciones que con 20
años sufrió una grave crisis mental. Afortunadamente logró sanarse
gracias a los consejos de un ermitaño y pudo dejarnos escritas grandes
reflexiones. En primer lugar, nos dice, lo que toda persona debe
aprender —y más aún si es un samurái— es el desapego hacia la vida, la
valentía. Alguien que se asusta hasta del “ruido de una rata defecando”,
señala, se alejará del camino de la iluminación y también de la verdad
mundana. Concretamente, explica:
“Si
siempre tienes la esfera del ombligo, el océano de energía, el campo
del elixir y el espacio entre la cintura y las piernas lleno de energía
mental, y si no permites que mengüe un solo instante, aunque estés
ocupado con tu trabajo o recibiendo a invitados, entonces la energía
básica te llenará de manera natural el campo de elixir, y tendrás el
bajo abdomen un poco redondeado, como una pelota a medio hinchar”.
Llegados
a este punto, habrá lectores que dirán “bien, ¿y esto qué cojones
significa?”. Una pista para comprenderlo es que el bajo abdomen es para
la cultura japonesa el lugar que alberga los sentimientos. Aunque a lo
mejor simplemente es que Hakuin nunca llegó a recuperarse del todo de
esa crisis mental. Lo dejo a la interpretación de cada uno, como si
fuera un koan.
Pero el autor que configuró con más nitidez el bushido sin duda fue Musashi Mjiyamoto (1587-1645) en El libro de los cinco anillos.
De él se dice que mató a su primer hombre a los 13 años y que nunca se
peinó, tomó un baño, se casó, construyó una casa ni crió ningún hijo.
Participó en más de 60 duelos y nunca perdió hasta que a los 29 años se
retiró a una cueva, donde continuó perfeccionando su estilo durante las
tres décadas siguientes y dejó escritos sus pensamientos. Sus principios
fundamentales eran estos:
1. Gi: honradez y justicia en la acción.
2. Yu: valor heroico y bravura en la acción.
3. Jin: compasión o amor universal.
4. Rei: cortesía.
5. Melyo: honor.
6. Makoto: sinceridad absoluta.
7. Chugi: deber y lealtad.
2. Yu: valor heroico y bravura en la acción.
3. Jin: compasión o amor universal.
4. Rei: cortesía.
5. Melyo: honor.
6. Makoto: sinceridad absoluta.
7. Chugi: deber y lealtad.
Así mismo daba ciertos consejos sobre la compostura: hay que mirar siempre al frente alzando ligeramente la barbilla, formando un surco entre las cejas pero sin arrugar la frente, procurando no parpadear y cerrando ligeramente los ojos. Yo creo que esto hará a cualquiera irresistible ante las mujeres, habrá que practicarlo ante el espejo. También describe algunas posturas para el momento de entrar en combate, como la de “El cuerpo del mono de brazos cortos” que consiste en que al estar cerca de un adversario, se le dé alcance pero no estirando los brazos sino acercando todo el cuerpo. Otra por ejemplo se denomina “Sujetar la almohada” —no con los dientes, ojo, ya que entonces estaríamos hablando de un “muerdealmohadas” y nos iríamos a otro ámbito—, un movimiento que consiste en prever la acción que va a realizar el adversario e interrumpirla antes de que actúe, es decir, detener el ataque desde el inicio. De Mjiyamoto se dice que en cierta ocasión entró a una taberna y debido al mal olor que despedía y las moscas que revoloteaban a su alrededor (como decíamos la higiene no era una prioridad para él), los lugareños le preguntaron dónde había robado las espadas de gran calidad que portaba, impropias de lo que parecía un mendigo. Entonces cogió unos palillos y realizó tres rápidos y certeros movimientos, que provocaron que tres moscas cayeran muertas sobre la mesa ante la estupefacción de los presentes. Era un peligroso samurái, no cabía duda.
Aunque
este es un caso extremo, a menudo los samuráis no contaban con grandes
riquezas ni lujos, ya que dedicarse al comercio era deshonroso y la
avaricia estaba muy mal considerada. No obstante, aunque estuviera
muriéndose de hambre debía aparentar suficiencia y fingir que se hurgaba
los dientes con un palillo como si acabara de comer. A la manera de los
personajes descritos por Quevedo en El Buscón, que se echaban migas de pan en la barba y ropas para aparentar que acababan de darse un festín.
Otro autor destacable es Daidoji Yuzan (1639-1730) cuyo libro El código del samurái comienza
con estas palabras: “un samurai debe ante todo tener constantemente en
mente, día y noche, desde la mañana de Año Nuevo, cuando toma sus
palillos para desayunar, hasta la noche del último día del año, en que
paga sus facturas, el hecho de que un día ha de morir. Esa es su
principal tarea”. Otra exigencia ética esencial es la de honrar a sus
padres, si no cumple este propósito difícilmente podrá posteriormente
honrar a su señor. Debe tener una conducta recta, siendo consciente de
que “hacer el mal es fácil y divertido” tal como nos dijo también Savater.
Aconseja evitar el exceso de sexo, al que define como el gran engaño de
la Humanidad. Los dedos de los pies nunca deben apuntar en dirección al
señor —Yuzan lo considera un gesto de mala educación— y si oye hablar
de él en cualquier conversación por informal que resulte debe ponerse en
pie inmediatamente. El buen samurái ha de tener cuidado en la elección
de los amigos y en el trato con ellos, ya que una excesiva familiaridad
puede dar lugar a disputas. Debe evitar la fanfarronería y la
maledicencia y preocuparse en no molestar a los vecinos con música o
risotadas. Nunca dejará las cosas para el día siguiente y procurará ser
puntual, estudioso y practicar la ceremonia del té. Por último: “también
hay que evitar los haikus. Si te aficionas demasiado a esos versos
cortos haiku que ahora están tan de moda, puedes fácilmente caer en la
palabrería, el ingenio y la brillantez, incluso en compañía de colegas
serios y reservados, y aunque esto pueda ser actualmente divertido en
sociedad es una actitud que un samurái debe evitar.” Y quien dice haikus
dice Twitter.
Los valores japoneses
Bushido: el alma de Japón
de Inazo Nitobe, es un libro de lectura amena muy recomendable, su
autor demuestra una inteligencia aguda y una cultura muy amplia, aunque a
veces resulta un tanto enervante su patriotismo tan exacerbado y
carente de autocrítica. Pues bien, como el propio título da a entender,
el bushido habría trascendido el ámbito de los guerreros y a la manera
del sol que primero alumbra las cumbres y luego el resto del paisaje
llegó a conformar los valores y el comportamiento de todos los
japoneses.
La antropóloga Ruth Benedict incidía en esta misma idea en El crisantemo y la espada,
un libro que inicialmente fue un informe que le encargó el ejército
norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial para conocer mejor al
enemigo. Por lo tanto, si invertimos los términos entonces al
desentrañar la mentalidad japonesa tradicional también comprenderemos la
específicamente samurái. Y bien, ¿cómo se comportan los japoneses? O se
comportaban, mejor dicho, teniendo en cuenta su fuerte
occidentalización desde hace unas décadas.
En
Japón la vergüenza era el fundamento de la moral. Es decir, uno ha de
portarse bien no porque se lo dicte su conciencia o para ganarse un
lugar en el Cielo, sino para evitar la desaprobación de su entorno.
También es fundamental para comprender la ética japonesa el giri, que podría traducirse como deber o “recta razón”.
Que se subdivide en giri-hacia-el-mundo y giri-hacia-el-nombre-de-uno. El primero es el pago rigurosamente proporcional y equivalente de la deuda (on)
hacia la familia o el señor, todos y cada uno de los favores. De esa
manera, dice Benedict, recibir un regalo para un japonés era un
compromiso incómodo, ya que exigía realizar otro equivalente al emisor
(una idea que no nos es ajena tampoco y que Sheldon Cooper teorizó en un
episodio de The Big Bang Theory).
El giri-hacia-el-nombre-de-uno
está vinculado con el honor y la reputación, la necesidad de repara
cualquier agravio sufrido (por eso evitaban maniáticamente cualquier
situación que pudiera suponer una ofensa a los demás, como decir “no” a
un ofrecimiento) y, en último término, lleva a reprimir todo lo posible
la expresión de emociones. De esa manera, un padre podía pasarse varias
noches escuchando la respiración de su hijo enfermo, pero eso sí,
ocultándose tras una puerta para no revelar esa debilidad paternal. A
los niños se les educaba desde muy pequeños en el autocontrol,
amonestándolos para que no llorasen por pequeños que fueran y si lo
hacían las madres decían en su presencia frases a otros adultos como
“¿Quieren llevarse a este niño? Nosotros no lo queremos” o bien les
decían “¡qué niño tan cobarde, llora por un dolor insignificante!, ¿qué
harás entonces cuando te corten un brazo en una batalla?”. Resulta muy
ilustrativa al respecto la historia del conde Katsu,
descendiente de una familia de samuráis, a quien cuando era niño un
perro le desgarró los testículos. Mientras era operado su padre le
amenazaba mientras tanto con una espada puesta contra su nariz: “si
gritas morirás de una manera que al menos no será vergonzosa”. Pero pese
a todo esto, la exigencia sobre los niños era mucho menor que sobre los
adultos, según una idea extendida: “los niños no conocen la vergüenza,
por eso son felices”. Una vez llegan a la adolescencia deben hacerse
cargo plenamente del giri-hacia-el-nombre-de-uno, el honor.
Pero
no nos desviemos del propósito inicial de este artículo, lo que es el
fornicio propiamente dicho. En las zonas rurales un joven podía visitar a
una chica por la noche, cuando su familia ya estaba durmiendo y ella
estaba acostada, aunque para ello el pretendiente debía llevar una
toalla en la cara cubriéndole el rostro. De esa manera, si era rechazado
al día siguiente no se sentiría avergonzado. Aunque ella supiera
perfectamente quién es, de una forma simbólica permanecía oculto e
impedía así la humillación.
Igualmente cuando se concertaba un
matrimonio se debía hacer lo posible por presentar a la futura pareja de
forma casual, de forma que un posible rechazo no fuera un deshonor para
alguna de las familias. Así que se les hacía coincidir en algún parque,
durante una visita a los cerezos en flor o en una exhibición de
crisantemos, a ver si surgía la chispa o quedaban como amigos. En los
matrimonios de clase alta el hombre podía tener posteriormente una
querida que, en caso de tratarse de una gheisa, debía convertirse en su
patrón y firmar un contrato. Por otra parte, si una virgen japonesa veía
su virtud amenazada por algún asaltante entonces la única salida
honrosa era el suicidio. Pero, una vez más, la vergüenza llegaba hasta
tal punto que antes de cortarse el cuello, se ataba las piernas con un
cinturón para evitar que encontrasen su cadáver en una postura impúdica.
El seppuku
Y
ya que mencionamos el suicidio por honor, no podemos concluir este
artículo sin aludir a la que quizá sea la costumbre más conocida y
característica del samurái, el harakiri o seppuku.
Si un samurái estaba en desacuerdo con una orden dada por su señor, en
un primer lugar debía expresarse ese desacuerdo. Si el señor no cambiaba
de parecer entonces, dado que el samurái no debía rectificar el suyo
por una cuestión de honor pero tampoco podía continuar discrepando de su
amo, entonces la solución era el suicidio. La comisión de un delito era
castigada ofreciéndole al culpable ejecutarse a sí mismo de esta forma.
Incluso según Kaibara Ekken
(1630-1714) hasta un incidente tan aparentemente nimio como pelearte
con una persona que ha perdido el control, debía pagarse con el seppuku. Era, en definitiva, la forma más honorable de morir, junto con la que sobrevenía en el campo de batalla.
La
ceremonia que tenía lugar era calculada hasta el último detalle. El
protagonista bebía sake y componía un último poema de despedida. A
continuación, acudía al salón principal de un templo a presentarse ante
los testigos. Una vez sentado en el centro, con un ayudante denominado kaishaku a su izquierda, se le entregaba una espada corta llamada wakizashi. Según la descripción de Richard Gordon Smith en Cuentos del antiguo Japón de un caso que presenció:
“Con
una voz que mostraba la emoción y la vacilación que es de esperar en un
hombre que hace una revelación penosa, pero sin ningún otro signo
revelador ni en su rostro, ni en sus movimientos, habló de la siguiente
forma: “yo y y solo yo, fui quien dio injustamente la orden de abrir
fuego contra los extranjeros en Kobe cuando trataron de huir. Por este
crimen me abro el vientre y os suplico que estéis presentes para ser
testigos del acto”. Se inclinó una vez más y dejó caer la parte superior
de su ropa hasta la cintura, dejando su tórax al desnudo. Luego, con
mucho cuidado, según la costumbre, colocó las mangas arrolladas por
debajo de las rodillas, para impedir que su cuerpo cayese hacia atrás,
puesto que un caballero noble japonés debe morir cayendo hacia delante. A
continuación, lentamente, pero con mano firme, tomó la daga y la miró
atentamente, casi con afecto. Durante un momento parecía recapacitar por
última vez, pero enseguida se clavó el arma profundamente por debajo
del pecho en el lado izquierdo y la movió lentamente hacia el derecho,
luego la hizo girar dentro de la herida e hizo un ligero corte hacia
arriba. Durante todo este proceso, no movió ni un sólo músculo de su
rostro, solo cuando hubo sacado la daga, se inclinó hacia adelante y
alargó el cuello, entonces una expresión de dolor cruzó por primera vez
su cara, pero no profirió ni un sonido. En ese momento el kaishaku, que
había permanecido sentado a su lado, se puso en pie de un salto y
blandió su espada en el aire por un instante. Entonces hubo como un
relámpago, un ruido sordo, horrible, como el sonido de algo que cae. Con
un solo corte, de un tajo, había separado la cabeza del cuerpo”.
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